Columna Marzo 31, 2013
Muchas veces un árbol nos impide ver el bosque.
Pensamos que los problemas y realidades de hoy son únicos y sólo nos afectan a nosotros. Una de esas realidades es la emigración.
Pensamos que los problemas y realidades de hoy son únicos y sólo nos afectan a nosotros. Una de esas realidades es la emigración.
Cuando hablamos de emigración podríamos afirmar sin temor a equivocarnos que es un fenómeno tan antiguo como la humanidad misma. El ser humano siempre ha sido un errante, un desplazado, un emigrante.
Por ejemplo, las fiestas que se celebran en estos días en el mundo judeocristiano son unas fiestas que recuerdan una gran emigración: la salida de todo un pueblo hacia la libertad. La potencia comercial y política de hace cerca de 3,500 años era Egipto. Un grupo minoritario, formado por emigrantes que habían llegado en busca de alimentos y bienestar, se habían convertido en un problema. La esclavitud era su destino. Va a ser un hijo de esos emigrantes el que les guíe como comunidad hacia la libertad y hacia nuevas tierras, nuevas esperanzas. Más de tres mil años después seguimos celebrando ese paso, esa pascua hacia la libertad.
En los alrededores de un lago ubicado en una de las provincias marginales del Imperio Romano, en el siglo I, un predicador, quien había conocido en sus años de infancia la dureza de la emigración, en este caso política, anunció una forma nueva de ser y de vivir en el mundo.
Se formó un grupo heterogéneo de seguidores a su alrededor. Fue asesinado por sus ideales. A su muerte sus seguidores trataron de organizarse para difundir sus enseñanzas. En la capital religiosa de la Judea, Jerusalén, un hijo de emigrantes, en un primer momento persigue a los seguidores del predicador galileo. Posteriormente se convertirá en su más fiel creyente, el mejor misionero, en el gran organizador de comunidades y estructuras. Llega incluso a cambiarse el nombre. De Saulo a Pablo. Emigrante, hijo de emigrantes.
Se formó un grupo heterogéneo de seguidores a su alrededor. Fue asesinado por sus ideales. A su muerte sus seguidores trataron de organizarse para difundir sus enseñanzas. En la capital religiosa de la Judea, Jerusalén, un hijo de emigrantes, en un primer momento persigue a los seguidores del predicador galileo. Posteriormente se convertirá en su más fiel creyente, el mejor misionero, en el gran organizador de comunidades y estructuras. Llega incluso a cambiarse el nombre. De Saulo a Pablo. Emigrante, hijo de emigrantes.
Pietro de Bernardone fue un rico comerciante de telas y mercaderías que caminó media Europa entre el siglo XII y XIII. En una de sus correrías conoció a una francesa, con la cual posteriormente se casó. Llegó a tener un hijo, llamado el Francesco, el hijo de la francesa. Este muchacho vivió los primeros años de su vida sin saber lo que era la necesidad y el sufrimiento de vivir. Se metió en enredos políticos y terminó con sus huesos en la cárcel. En la celda se dio cuenta de que su vida debía cambiar. Y así hizo al salir. Fue tal el cambio que arrastró detrás de sí a muchos jóvenes. Sus ideales eran simples y sencillos: reconocer en el pobre el rostro de
Dios, ser instrumento y constructor de paz. Hasta nuestros días ha llegado su herencia y ejemplo.
Dios, ser instrumento y constructor de paz. Hasta nuestros días ha llegado su herencia y ejemplo.
Hace unas semanas fue elegido como obispo de Roma un hijo de emigrantes que lo fueron a buscar al fin del mundo. Ha asumido la responsabilidad de conducir a más de mil millones de creyentes hacia Dios. Tiene el coraje de Moisés, el celo de Pablo por anunciar el mensaje de Jesús, la ilusión y sencillez del Francesco de acercarse a los pobres y sencillos para poder construir la paz y la honradez.
La emigración supone una audacia, la de salir de las seguridades y arriesgarse a construir un mundo diferente, un mundo mejor. Moisés, Pablo, Francesco lo lograron. Esperemos que Bergoglio, ahora Francisco, lo logre.
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