Columna del Padre Tomás



En la antigüedad se solían marcar los caminos con postes o pequeñas columnas. Eran los puntos de referencia para ir haciendo camino. A veces también se usaban las columnas para recordar hechos, personas, acontecimientos a no olvidar.

Las columnas del Padre Tomás del Valle son un poco ambas cosas. Piedras que marcan el camino que se va haciendo cada día, sin rutas, sin marcas. Y también Columnas que recuerdan hechos, personas, acontecimientos. En ambos casos no es otra cosa que un intento de trazar caminos en la aldea global.

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jueves, 1 de mayo de 2014

UN HOMBRE LLAMADO JUAN

Mayo 4, 2014
Los medios de comunicación
y las nuevas tecnologías nos han hecho hijos de lo inmediato, del ahora para ahora, del ya. Y poco a poco hemos ido perdiendo una gran cualidad, la del saber mirar hacia atrás y aprender de los personajes, las situaciones históricas, las experiencias de la vida. No hay nada más viejo que el periódico de ayer, nos recalcaban en las clases de periodismo. Por eso no es de extrañar que Juan XXIII sea un perfecto desconocido para mucha gente. Cuando el domingo 27 de abril la Iglesia, a través del Papa Francisco, declaró que tanto Juan Pablo II como Juan XXIII podían ser venerados en la comunidad creyente como santos, para muchos este último era un perfecto desconocido.
El Papa polaco desde los inicios de su pontificado inundó los platós de cine, los estudios de televisión, las redacciones de radio y periódicos. Fue el gran actor de teatro que, con sus cualidades y destrezas, supo desempeñar el papel que todo actor sueña. El texto a declamar tenía cerca de dos mil años de redactado. No era otro que el evangelio leído, vivido y recitado para los hombres y mujeres del siglo xx, un siglo lleno de angustias, guerras y dolores. El gritó y actuó brindando esperanza.
El otro acompañante en la gran fiesta de la canonización es menos conocido. Pero sin él y su audacia, su visión del mundo y de la Iglesia, no hubiera sido posible el Papa Polaco.
Angelo Giuseppe Roncalli era hijo de una familia campesina. Junto a ella aprendió a leer los signos de la naturaleza. Su astucia le venía de saber combatir plagas, romper terrones de tierra, espulgar las vides y un largo etcétera. Pronto entró en la vida eclesiástica, pero no olvidó sus orígenes. Esos le ayudaron a saber sembrar para poder recoger, a tener la astucia suficiente para moverse entre los pasillos de las cancillerías y los despachos de la Curia. Sin haber pasado por escuelas de diplomacia o de administración de empresas, fue delegado pontificio en los países eslavos, en esas delegaciones que nadie con deseos de prosperar en el cuerpo diplomático deseaba ocupar. Era considerado en la
Cancillería Vaticana como “el campesino de la diplomacia vaticana” Hombre bueno, hombre sencillo, hombre obediente. Pero hombre astuto, sincero y audaz. Con su sonrisa y su humanidad logró bajarle los humos a la arrogante presidencia francesa que miraba despectivamente a la Iglesia y su actuación durante la segunda guerra mundial.
En sus ratos libres el “campesino del cuerpo diplomático” se había acercado a la periferia de la Iglesia, a los lugares del dolor, la soledad, la tristeza, el abandono. Se dio cuenta de que era más lo que unía a los creyentes que las pocas cosas que les separaba. Supo escuchar el clamor del pueblo con el que se mezclaba ya que era uno más del pueblo, un campesino. Hablaba el mismo lenguaje de la gente. Lo que después Francisco, uno de sus sucesores, llamará el olor a oveja.
Una vez llegado al papado tuvo una visión más amplia de la Iglesia de la que había tenido su predecesor, Pio XII. Y decide convocar a toda la familia creyente para devolver el rostro auténtico de Cristo a la Iglesia.
Para restañar las heridas causadas por la Revolución Francesa que nunca antes se habían curado y cicatrizado. Sin la reforma, la apertura, el curar heridas no hubiera sido posible el Concilio. Ni Pablo VI. Ni Juan Pablo I. Ni Juan Pablo II.
De Juan XXIII poco se sabía cuando fue elegido Papa. Y menos se sigue sabiendo cincuenta años después. Tan solo se contaban anécdotas, muchas de ellas falsas. Lo que sí presentaban era a un hombre bueno, audaz, con visión de futuro y con sólidas convicciones religiosas.
Cuando falleció no dejó títulos ni bienes a sus parientes. Tan solo su “Diario del alma” cuaderno donde, desde los 14 años, fue escribiendo sus experiencias espirituales, sus desahogos, sus alegrías y penas, sus esperanzas y tristezas. Que después haya acompañado a Juan Pablo II en la subida a los altares no es de extrañar. Era un hombre bueno. Era Juan, otro precursor.

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