Columna del Padre Tomás



En la antigüedad se solían marcar los caminos con postes o pequeñas columnas. Eran los puntos de referencia para ir haciendo camino. A veces también se usaban las columnas para recordar hechos, personas, acontecimientos a no olvidar.

Las columnas del Padre Tomás del Valle son un poco ambas cosas. Piedras que marcan el camino que se va haciendo cada día, sin rutas, sin marcas. Y también Columnas que recuerdan hechos, personas, acontecimientos. En ambos casos no es otra cosa que un intento de trazar caminos en la aldea global.

Seguidores

viernes, 29 de marzo de 2013

SANTA MISA EN LA CENA DEL SEÑOR

(Sacado de Vatican.va)

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Centro Penitenciario para Menores "Casal del Marmo", Roma
Jueves Santo 28 de marzo de 2013

Esto es conmovedor. Jesús que lava a los pies a sus discípulos.
Pedro no comprende nada, lo rechaza. Pero Jesús se lo ha explicado. Jesús – Dios – ha hecho esto.
Y Él mismo lo explica a los discípulos: «¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis “el Maestro” y “el Señor”, y decís bien, porque lo soy.
Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros: os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis» (Jn 13,12-15).
Es el ejemplo del Señor: Él es el más importante y lava los pies porque, entre nosotros, el que está más en alto debe estar al servicio de los otros.
Y esto es un símbolo, es un signo, ¿no? Lavar los pies es: «yo estoy a tu servicio». Y también nosotros, entre nosotros, no es que debamos lavarnos los pies todos los días los unos a los otros, pero entonces, ¿qué significa?
Que debemos ayudarnos, los unos a los otros. A veces estoy enfadado con uno, o con una... pero... olvídalo, olvídalo, y si te pide un favor, hazlo.
Ayudarse unos a otros: esto es lo que Jesús nos enseña y esto es lo que yo hago, y lo hago de corazón, porque es mi deber.
Como sacerdote y como obispo debo estar a vuestro servicio. Pero es un deber que viene del corazón: lo amo. Amo esto y amo hacerlo porque el Señor así me lo ha enseñando.
Pero también vosotros, ayudadnos: ayudadnos siempre. Los unos a los otros. Y así, ayudándonos, nos haremos bien. Ahora haremos esta ceremonia de lavarnos los pies y pensemos: que cada uno de nosotros piense: «¿Estoy verdaderamente dispuesta o dispuesto a servir, a ayudar al otro?».
 Pensemos esto, solamente. Y pensemos que este signo es una caricia de Jesús, que Él hace, porque Jesús ha venido precisamente para esto, para servir, para ayudarnos.

jueves, 28 de marzo de 2013

LOS EMIGRANTES Y SUS DESCENDIENTES

Columna Marzo 31, 2013
            Muchas veces un árbol nos impide ver el bosque.
Pensamos que los problemas y realidades  de hoy son únicos y sólo nos afectan a nosotros.  Una de esas realidades es la emigración.
            Cuando hablamos de emigración podríamos afirmar sin temor a equivocarnos que es un  fenómeno tan antiguo como la humanidad misma. El ser humano siempre ha sido  un errante, un desplazado, un emigrante.
            Por ejemplo, las fiestas que se celebran en estos días en el mundo judeocristiano son unas fiestas que recuerdan una gran emigración: la salida de todo un pueblo hacia la libertad. La potencia comercial y política de hace cerca de 3,500 años era Egipto. Un grupo minoritario, formado por emigrantes que habían llegado en busca de alimentos y bienestar, se habían convertido en un problema. La esclavitud era su  destino.   Va a ser un hijo de esos emigrantes el que les guíe como comunidad hacia la libertad y hacia nuevas tierras,  nuevas esperanzas. Más de tres mil años después seguimos celebrando ese paso, esa pascua hacia la libertad.

            En los alrededores de un lago ubicado en  una de las provincias marginales del Imperio Romano, en el siglo I, un predicador,  quien había conocido en sus años de infancia la dureza de la emigración, en este caso política, anunció una forma nueva de ser y de vivir en el mundo.
Se formó un grupo heterogéneo de seguidores a su alrededor. Fue asesinado por sus ideales. A su muerte sus seguidores trataron de organizarse    para difundir sus enseñanzas. En la capital religiosa de la Judea, Jerusalén, un hijo de emigrantes, en un primer momento persigue a los seguidores del predicador galileo. Posteriormente se convertirá   en su más fiel creyente, el  mejor misionero, en el  gran organizador de comunidades y estructuras. Llega incluso a cambiarse el nombre. De Saulo a Pablo. Emigrante, hijo de emigrantes.
            Pietro de Bernardone fue un rico comerciante de telas y mercaderías que caminó  media Europa entre el siglo XII y XIII. En una de sus correrías conoció a una francesa, con la cual posteriormente se casó. Llegó a tener un hijo, llamado el Francesco, el hijo de la francesa. Este muchacho vivió  los primeros años de su vida sin saber lo que era la necesidad y el sufrimiento de vivir. Se metió en enredos políticos y terminó con sus huesos en la cárcel. En la celda se dio cuenta de que su vida debía cambiar. Y así hizo al salir. Fue tal el cambio que arrastró detrás de sí a muchos jóvenes. Sus ideales eran simples y sencillos: reconocer en el pobre el rostro de
Dios, ser instrumento y constructor  de paz. Hasta nuestros días ha llegado su herencia y ejemplo.
            Hace unas semanas fue elegido como obispo de Roma un hijo de emigrantes que lo fueron a buscar al fin del mundo. Ha asumido la responsabilidad de conducir a más de mil millones de creyentes hacia Dios. Tiene el coraje de Moisés,  el celo de Pablo por anunciar el mensaje de Jesús,  la ilusión y sencillez del Francesco de acercarse a los pobres y sencillos para  poder construir la paz y la honradez.
La emigración supone una audacia, la de salir de las seguridades y arriesgarse a construir un mundo diferente, un mundo mejor. Moisés, Pablo, Francesco lo lograron. Esperemos que Bergoglio, ahora Francisco, lo logre.

SANTA MISA CRISMAL

(Sacada de Vatican.va)
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Basílica Vaticana
Jueves Santo 28 de marzo de 2013

Queridos hermanos y hermanas

Celebro con alegría la primera Misa Crismal como Obispo de Roma. Os saludo a todos con afecto, especialmente a vosotros, queridos sacerdotes, que hoy recordáis, como yo, el día de la ordenación.

Las Lecturas, también el Salmo, nos hablan de los «Ungidos»: el siervo de Yahvé de Isaías, David y Jesús, nuestro Señor. Los tres tienen en común que la unción que reciben es para ungir al pueblo fiel de Dios al que sirven; su unción es para los pobres, para los cautivos, para los oprimidos... Una imagen muy bella de este «ser para» del santo crisma es la del Salmo 133: «Es como óleo perfumado sobre la cabeza, que se derrama sobre la barba, la barba de Aarón, hasta la franja de su ornamento» (v. 2). La imagen del óleo que se derrama, que desciende por la barba de Aarón hasta la orla de sus vestidos sagrados, es imagen de la unción sacerdotal que, a través del ungido, llega hasta los confines del universo representado mediante las vestiduras.

La vestimenta sagrada del sumo sacerdote es rica en simbolismos; uno de ellos, es el de los nombres de los hijos de Israel grabados sobre las piedras de ónix que adornaban las hombreras del efod, del que proviene nuestra casulla actual, seis sobre la piedra del hombro derecho y seis sobre la del hombro izquierdo (cf. Ex 28,6-14). También en el pectoral estaban grabados los nombres de las doce tribus de Israel (cf. Ex 28,21). Esto significa que el sacerdote celebra cargando sobre sus hombros al pueblo que se le ha confiado y llevando sus nombres grabados en el corazón. Al revestirnos con nuestra humilde casulla, puede hacernos bien sentir sobre los hombros y en el corazón el peso y el rostro de nuestro pueblo fiel, de nuestros santos y de nuestros mártires, que en este tiempo son tantos.

De la belleza de lo litúrgico, que no es puro adorno y gusto por los trapos, sino presencia de la gloria de nuestro Dios resplandeciente en su pueblo vivo y consolado, pasamos ahora a fijarnos en la acción. El óleo precioso que unge la cabeza de Aarón no se queda perfumando su persona sino que se derrama y alcanza «las periferias». El Señor lo dirá claramente: su unción es para los pobres, para los cautivos, para los enfermos, para los que están tristes y solos. La unción, queridos hermanos, no es para perfumarnos a nosotros mismos, ni mucho menos para que la guardemos en un frasco, ya que se pondría rancio el aceite... y amargo el corazón.

Al buen sacerdote se lo reconoce por cómo anda ungido su pueblo; esta es una prueba clara. Cuando la gente nuestra anda ungida con óleo de alegría se le nota: por ejemplo, cuando sale de la misa con cara de haber recibido una buena noticia. Nuestra gente agradece el evangelio predicado con unción, agradece cuando el evangelio que predicamos llega a su vida cotidiana, cuando baja como el óleo de Aarón hasta los bordes de la realidad, cuando ilumina las situaciones límites, «las periferias» donde el pueblo fiel está más expuesto a la invasión de los que quieren saquear su fe. Nos lo agradece porque siente que hemos rezado con las cosas de su vida cotidiana, con sus penas y alegrías, con sus angustias y sus esperanzas. Y cuando siente que el perfume del Ungido, de Cristo, llega a través nuestro, se anima a confiarnos todo lo que quieren que le llegue al Señor: «Rece por mí, padre, que tengo este problema...». «Bendígame, padre», y «rece por mí» son la señal de que la unción llegó a la orla del manto, porque vuelve convertida en súplica, súplica del Pueblo de Dios. Cuando estamos en esta relación con Dios y con su Pueblo, y la gracia pasa a través de nosotros, somos sacerdotes, mediadores entre Dios y los hombres. Lo que quiero señalar es que siempre tenemos que reavivar la gracia e intuir en toda petición, a veces inoportunas, a veces puramente materiales, incluso banales – pero lo son sólo en apariencia – el deseo de nuestra gente de ser ungidos con el óleo perfumado, porque sabe que lo tenemos. Intuir y sentir como sintió el Señor la angustia esperanzada de la hemorroisa cuando tocó el borde de su manto. Ese momento de Jesús, metido en medio de la gente que lo rodeaba por todos lados, encarna toda la belleza de Aarón revestido sacerdotalmente y con el óleo que desciende sobre sus vestidos. Es una belleza oculta que resplandece sólo para los ojos llenos de fe de la mujer que padecía derrames de sangre. Los mismos discípulos – futuros sacerdotes – todavía no son capaces de ver, no comprenden: en la «periferia existencial» sólo ven la superficialidad de la multitud que aprieta por todos lados hasta sofocarlo (cf. Lc 8,42). El Señor en cambio siente la fuerza de la unción divina en los bordes de su manto.

Así hay que salir a experimentar nuestra unción, su poder y su eficacia redentora: en las «periferias» donde hay sufrimiento, hay sangre derramada, ceguera que desea ver, donde hay cautivos de tantos malos patrones. No es precisamente en autoexperiencias ni en introspecciones reiteradas que vamos a encontrar al Señor: los cursos de autoayuda en la vida pueden ser útiles, pero vivir nuestra vida sacerdotal pasando de un curso a otro, de método en método, lleva a hacernos pelagianos, a minimizar el poder de la gracia que se activa y crece en la medida en que salimos con fe a darnos y a dar el Evangelio a los demás; a dar la poca unción que tengamos a los que no tienen nada de nada.

El sacerdote que sale poco de sí, que unge poco – no digo «nada» porque, gracias a Dios, la gente nos roba la unción – se pierde lo mejor de nuestro pueblo, eso que es capaz de activar lo más hondo de su corazón presbiteral. El que no sale de sí, en vez de mediador, se va convirtiendo poco a poco en intermediario, en gestor. Todos conocemos la diferencia: el intermediario y el gestor «ya tienen su paga», y puesto que no ponen en juego la propia piel ni el corazón, tampoco reciben un agradecimiento afectuoso que nace del corazón. De aquí proviene precisamente la insatisfacción de algunos, que terminan tristes, sacerdotes tristes, y convertidos en una especie de coleccionistas de antigüedades o bien de novedades, en vez de ser pastores con «olor a oveja» – esto os pido: sed pastores con «olor a oveja», que eso se note –; en vez de ser pastores en medio al propio rebaño, y pescadores de hombres. Es verdad que la así llamada crisis de identidad sacerdotal nos amenaza a todos y se suma a una crisis de civilización; pero si sabemos barrenar su ola, podremos meternos mar adentro en nombre del Señor y echar las redes. Es bueno que la realidad misma nos lleve a ir allí donde lo que somos por gracia se muestra claramente como pura gracia, en ese mar del mundo actual donde sólo vale la unción – y no la función – y resultan fecundas las redes echadas únicamente en el nombre de Aquél de quien nos hemos fiado: Jesús.

Queridos fieles, acompañad a vuestros sacerdotes con el afecto y la oración, para que sean siempre Pastores según el corazón de Dios.

Queridos sacerdotes, que Dios Padre renueve en nosotros el Espíritu de Santidad con que hemos sido ungidos, que lo renueve en nuestro corazón de tal manera que la unción llegue a todos, también a las «periferias», allí donde nuestro pueblo fiel más lo espera y valora. Que nuestra gente nos sienta discípulos del Señor, sienta que estamos revestidos con sus nombres, que no buscamos otra identidad; y pueda recibir a través de nuestras palabras y obras ese óleo de alegría que les vino a traer Jesús, el Ungido.

Amén.


© Copyright 2013 - Libreria Editrice Vaticana

martes, 26 de marzo de 2013

CARTA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

(Sacado de la Página oficial del Vaticano, www. Vatican.va )

CARTA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

AL PREPÓSITO GENERAL DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS,

PADRE ADOLFO NICOLÁS PACHÓN



Querido Padre Nicolás:

Con sumo gozo, he recibido la amable carta que, con ocasión de mi elección a la Sede de San Pedro, ha tenido a bien enviarme, en nombre propio y de la Compañía de Jesús, y en la que me participa su oración por mi Persona y ministerio apostólico, así como su plena disposición para seguir sirviendo incondicionalmente a la Iglesia y al Vicario de Cristo, según el precepto de San Ignacio de Loyola.

Le agradezco cordialmente esta muestra de aprecio y cercanía, a la que correspondo complacido, pidiendo al Señor que ilumine y acompañe a todos los Jesuitas, de modo que, fieles al carisma recibido y tras las huellas de los santos de nuestra amada Orden, puedan ser con la acción pastoral, pero sobre todo, con el testimonio de una vida enteramente entregada al servicio de la Iglesia, Esposa de Cristo, fermento evangélico en el mundo, buscando infatigablemente la gloria de Dios y el bien de las almas.

Con estos sentimientos, ruego a todos los Jesuitas que recen por mí y me encomienden a la amorosa protección de la Virgen María, nuestra Madre del cielo, a la vez que, como prenda de abundantes favores divinos, les imparto con particular afecto la Bendición Apostólica, que hago extensiva a todas aquellas personas que cooperan con la Compañía de Jesús en sus actividades, se benefician de sus obras de bien y participan de su espiritualidad.

Vaticano, 16 de marzo de 2013

FRANCISCO

AUDIENCIA AL CUERPO DIPLOMÁTICO ACREDITADO ANTE LA SANTA SEDE DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO

(Sacado de la Página oficial del Vaticano, www. Vatican.va )

AUDIENCIA AL CUERPO DIPLOMÁTICO ACREDITADO ANTE LA SANTA SEDE

DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Sala Regia
Viernes 22 de marzo de 2013

Excelencias,
Señoras y señores:
Agradezco sinceramente a vuestro decano, el Embajador Jean-Claude Michel, las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos, y os acojo con gozo en este intercambio de saludos, simple pero intenso al mismo tiempo, que quiere ser idealmente el abrazo del Papa al mundo. En efecto, por vuestro medio encuentro a vuestros pueblos, y así puedo en cierto modo llegar a cada uno de vuestros conciudadanos, con todas sus alegrías, sus dramas, sus esperanzas, sus deseos.
Vuestra numerosa presencia es también un signo de que las relaciones que vuestros países mantienen con la Santa Sede son beneficiosas, son verdaderamente una ocasión de bien para la humanidad. Efectivamente, esto es precisamente lo que preocupa a la Santa Sede: el bien de todo hombre en esta tierra. Y precisamente con esta idea comienza el Obispo de Roma su ministerio, sabiendo que puede contar con la amistad y el afecto de los Países que representáis, y con la certeza de que compartís este propósito. Al mismo tiempo, espero que sea también la ocasión para emprender un camino con los pocos Países que todavía no tienen relaciones diplomáticas con la Santa Sede, algunos de los cuales –se lo agradezco de corazón– han querido estar presentes en la Misa por el inicio de mi ministerio, o enviado mensajes como gesto de cercanía.
Como sabéis, son varios los motivos por los que elegí mi nombre pensando en Francisco de Asís, una personalidad que es bien conocida más allá de los confines de Italia y de Europa, y también entre quienes no profesan la fe católica. Uno de los primeros es el amor que Francisco tenía por los pobres. ¡Cuántos pobres hay todavía en el mundo! Y ¡cuánto sufrimiento afrontan estas personas! Según el ejemplo de Francisco de Asís, la Iglesia ha tratado siempre de cuidar, proteger en todos los rincones de la Tierra a los que sufren por la indigencia, y creo que en muchos de vuestros Países podéis constatar la generosa obra de aquellos cristianos que se esfuerzan por ayudar a los enfermos, a los huérfanos, a quienes no tienen hogar y a todos los marginados, y que, de este modo, trabajan para construir una sociedad más humana y más justa.
Pero hay otra pobreza. Es la pobreza espiritual de nuestros días, que afecta gravemente también a los Países considerados más ricos. Es lo que mi Predecesor, el querido y venerado Papa Benedicto XVI, llama la «dictadura del relativismo», que deja a cada uno como medida de sí mismo y pone en peligro la convivencia entre los hombres. Llego así a una segunda razón de mi nombre. Francisco de Asís nos dice: Esforzaos en construir la paz. Pero no hay verdadera paz sin verdad. No puede haber verdadera paz si cada uno es la medida de sí mismo, si cada uno puede reclamar siempre y sólo su propio derecho, sin preocuparse al mismo tiempo del bien de los demás, de todos, a partir ya de la naturaleza, que acomuna a todo ser humano en esta tierra.
Uno de los títulos del Obispo de Roma es «Pontífice», es decir, el que construye puentes, con Dios y entre los hombres. Quisiera precisamente que el diálogo entre nosotros ayude a construir puentes entre todos los hombres, de modo que cada uno pueda encontrar en el otro no un enemigo, no un contendiente, sino un hermano para acogerlo y abrazarlo. Además, mis propios orígenes me impulsan a trabajar para construir puentes. En efecto, como sabéis, mi familia es de origen italiano; y por eso está siempre vivo en mí este diálogo entre lugares y culturas distantes entre sí, entre un extremo del mundo y el otro, hoy cada vez más cercanos, interdependientes, necesitados de encontrarse y de crear ámbitos reales de auténtica fraternidad.
En esta tarea es fundamental también el papel de la religión. En efecto, no se pueden construir puentes entre los hombres olvidándose de Dios. Pero también es cierto lo contrario: no se pueden vivir auténticas relaciones con Dios ignorando a los demás. Por eso, es importante intensificar el diálogo entre las distintas religiones, creo que en primer lugar con el Islam, y he apreciado mucho la presencia, durante la Misa de inicio de mi ministerio, de tantas autoridades civiles y religiosas del mundo islámico. Y también es importante intensificar la relación con los no creyentes, para que nunca prevalezcan las diferencias que separan y laceran, sino que, no obstante la diversidad, predomine el deseo de construir lazos verdaderos de amistad entre todos los pueblos.
La lucha contra la pobreza, tanto material como espiritual; edificar la paz y construir puentes. Son como los puntos de referencia de un camino al cual quisiera invitar a participar a cada uno de los Países que representáis. Pero, si no aprendemos a amar cada vez más a nuestra Tierra, es un camino difícil. También en este punto me ayuda pensar en el nombre de Francisco, que enseña un profundo respeto por toda la creación, la salvaguardia de nuestro medio ambiente, que demasiadas veces no lo usamos para el bien, sino que lo explotamos ávidamente, perjudicándonos unos a otros.
Queridos Embajadores, Señoras y Señores, gracias de nuevo por todo el trabajo que desarrolláis, junto con la Secretaría de Estado, para edificar la paz y construir puentes de amistad y hermandad. Por vuestro medio, quisiera reiterar mi agradecimiento a vuestros Gobiernos por su participación en las celebraciones con motivo de mi elección, con la esperanza de un trabajo común fructífero. Que el Señor Todopoderoso colme de sus dones a cada uno vosotros, a vuestras familias y a los Pueblos que representáis. Muchas gracias.

ENCUENTRO CON LOS REPRESENTANTES DE LAS IGLESIAS Y COMUNIDADES ECLESIALES, Y DE LAS DIVERSAS RELIGIONES


(Sacado de la Página oficial del Vaticano, www. Vatican.va )


ENCUENTRO CON LOS REPRESENTANTES DE LAS IGLESIAS
Y COMUNIDADES ECLESIALES, Y DE LAS DIVERSAS RELIGIONES

DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Sala Clementina
Miércoles 20 de marzo de 2013


Queridos hermanos y hermanas:

Ante todo, agradezco de corazón lo que me ha dicho mi Hermano Andrés [n. de la r. El Patriarca Ecuménico Bartolomeo I]. Gracias. Muchas gracias.

Me causa una especial alegría encontrarme hoy con vosotros, Delegados de las Iglesias ortodoxas, las Iglesias ortodoxas orientales y las Comunidades eclesiales de Occidente. Agradezco que hayáis querido participar en la celebración que ha marcado el comienzo de mi ministerio como Obispo de Roma y Sucesor de Pedro.

Ayer por la mañana, durante la misa, he reconocido espiritualmente presentes a través de vosotros a las comunidades que representáis. En esta manifestación de fe me ha parecido vivir de manera aún más apremiante la oración por la unidad de todos los creyentes en Cristo, y ver en ella prefigurada de algún modo esa plena realización, que depende del designio de Dios y de nuestra cooperación leal.

Comienzo mi ministerio apostólico durante este año que mi venerado predecesor, Benedicto XVI, con intuición verdaderamente inspirada, ha proclamado para la Iglesia católica Año de la Fe. Con esta iniciativa, que deseo continuar, y que espero que impulse el camino de fe de todos, quería conmemorar el 50 aniversario del inicio del Concilio Vaticano II, proponiendo una especie de peregrinación a lo que es esencial para todo cristiano: la relación personal y transformadora con Jesucristo, Hijo de Dios, muerto y resucitado por nuestra salvación. En el corazón del mensaje conciliar reside precisamente el deseo de proclamar este tesoro perennemente válido de la fe a los hombres de nuestro tiempo.

Junto con vosotros, no puedo olvidar lo que aquel Concilio ha significado para el camino ecuménico. Deseo recordar las palabras que el Beato Juan XXIII, del que en breve recordaremos el 50 aniversario de su muerte, pronunció en el memorable discurso de inauguración: «La Iglesia católica considera deber suyo el esforzarse diligentemente en realizar el gran misterio de la unidad por la que Jesucristo, poco antes de su sacrificio, oró ardientemente al Padre celestial. Ella goza de esta apacible paz, porque se siente íntimamente unida a esta oración de Cristo» (AAS 54 [1962], 793). Así, el Papa Juan.

Sí, queridos hermanos y hermanas en Cristo, sintámonos todos íntimamente unidos a la oración de nuestro Salvador en la Última Cena, a su invocación: Ut unum sint. Pidamos al Padre misericordioso que vivamos plenamente esa fe que hemos recibido como un don el día de nuestro bautismo, y que demos de ella un testimonio libre, alegre y valiente. Éste será nuestro mejor servicio a la causa de la unidad entre los cristianos, un servicio de esperanza para un mundo todavía marcado por divisiones, contrastes y rivalidades. Cuanto más fieles seamos a su voluntad en pensamientos, palabras y obras, más caminaremos real y substancialmente hacia la unidad.

Por mi parte, deseo asegurar, siguiendo la línea de mis predecesores, la firme voluntad de proseguir el camino del diálogo ecuménico y, ya desde ahora, agradezco al Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos la ayuda que continuará ofreciendo en mi nombre para esta nobilísima causa. Os pido, queridos hermanos y hermanas, que llevéis mi cordial saludo, junto con la seguridad de mi recuerdo ante el Señor, a las Iglesias y Comunidades cristianas que representáis, y os pido a vosotros la caridad de una plegaria especial por mi persona, para que sea un pastor según el corazón de Cristo.

Y ahora me dirijo a vosotros, distinguidos representantes del pueblo judío, al que nos une un vínculo espiritual muy especial, pues, como dice el Concilio Vaticano II, «la Iglesia de Cristo reconoce que, conforme al misterio salvífico de Dios, los comienzos de su fe y de su elección se encuentran ya en los Patriarcas, en Moisés y en los profetas» (Declaración Nostra Aetate, 4). Agradezco vuestra presencia y confío en que, con la ayuda del Altísimo, podamos proseguir con provecho ese diálogo fraterno que deseaba el Concilio (cf. ibíd.), y que efectivamente se ha llevado a cabo, dando no pocos frutos, especialmente a lo largo de las últimas décadas.

También saludo y agradezco cordialmente a todos vosotros, queridos amigos pertenecientes a otras tradiciones religiosas; en primer lugar a los musulmanes, que adoran al Dios único, viviente y misericordioso, y lo invocan en la plegaria, y a todos vosotros. Aprecio mucho vuestra presencia: en ella veo un signo tangible de la voluntad de incrementar el respeto mutuo y la cooperación para el bien común de la humanidad.

La Iglesia católica es consciente de la importancia que tiene la promoción de la amistad y el respeto entre hombres y mujeres de diferentes tradiciones religiosas –esto, lo quiero repetir: promoción de la amistad y del respeto entre hombres y mujeres de diversas tradiciones religiosas–, lo atestigua también el trabajo valioso que desarrolla el Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso. También es consciente de la responsabilidad que todos tenemos respecto a este mundo nuestro, respecto a toda la creación, a la que debemos amar y custodiar. Y podemos hacer mucho por el bien de quien es más pobre, débil o sufre, para fomentar la justicia, promover la reconciliación y construir la paz. Pero, sobre todo, debemos mantener viva en el mundo la sed de lo absoluto, sin permitir que prevalezca una visión de la persona humana unidimensional, según la cual el hombre se reduce a aquello que produce y a aquello que consume. Ésta es una de las insidias más peligrosas para nuestro tiempo.

Sabemos cuánta violencia ha causado en la historia reciente el intento de eliminar a Dios y lo divino del horizonte de la humanidad, y nos damos cuenta del valor que tiene el dar testimonio en nuestras sociedades de la originaria apertura a la trascendencia, ínsita en el corazón humano. En esto, sentimos cercanos también a todos esos hombres y mujeres que, aun sin reconocerse en ninguna tradición religiosa, se sienten sin embargo en búsqueda de la verdad, la bondad y la belleza, esta verdad, bondad y belleza de Dios, y que son nuestros valiosos aliados en el compromiso de defender la dignidad del hombre, de construir una convivencia pacífica entre los pueblos y de salvaguardar cuidadosamente la creación.

Queridos amigos, gracias de nuevo por vuestra presencia. Un cordial y fraterno saludo a todos.

ENCUENTRO CON LOS REPRESENTANTES
DE LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN


(Sacado de la Página oficial del Vaticano, www. Vatican.va )
 ENCUENTRO CON LOS REPRESENTANTES DE LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN
 
DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Sala Pablo VI 
Sábado 16 de marzo de 2013

Queridos amigos
Al comienzo de mi ministerio en la Sede de Pedro, me alegra encontrarme con vosotros, que habéis trabajado aquí en Roma en este momento tan intenso, que comenzó con el anuncio sorprendente de mi venerado predecesor, Benedicto XVI, el pasado 11 de febrero. Os saludo cordialmente a todos vosotros.
El papel de los medios de comunicación ha ido creciendo cada vez más en los últimos tiempos, hasta el punto de que se hecho imprescindible para relatar al mundo los acontecimientos de la historia contemporánea. Expreso, pues, un agradecimiento especial a vosotros por vuestro competente servicio durante los días pasados – habéis trabajado ¡eh!, habéis trabajado – en los que el mundo católico, y no sólo el católico, ha puesto sus ojos en la Ciudad Eterna, y particularmente en este territorio cuyo «centro de gravedad» es la tumba de San Pedro. En estas semanas, habéis tenido ocasión de hablar de la Santa Sede, de la Iglesia, de sus ritos y tradiciones, de su fe y, sobre todo, del papel del Papa y de su ministerio.
Doy gracias de corazón especialmente a quienes han sabido observar y presentar estos acontecimientos de la historia de la Iglesia, teniendo en cuenta la justa perspectiva desde la que han de ser leídos, la de la fe. Los acontecimientos de la historia requieren casi siempre una lectura compleja, que a veces puede incluir también la dimensión de la fe. Los acontecimientos eclesiales no son ciertamente más complejos de los políticos o económicos. Pero tienen una característica de fondo peculiar: responden a una lógica que no es principalmente la de las categorías, por así decirlo, mundanas; y precisamente por eso, no son fáciles de interpretar y comunicar a un público amplio y diversificado. En efecto, aunque es ciertamente una institución también humana, histórica, con todo lo que ello comporta, la Iglesia no es de naturaleza política, sino esencialmente espiritual: es el Pueblo de Dios. El santo Pueblo de Dios que camina hacia el encuentro con Jesucristo. Únicamente desde esta perspectiva se puede dar plenamente razón de lo que hace la Iglesia Católica.
Cristo es el Pastor de la Iglesia, pero su presencia en la historia pasa a través de la libertad de los hombres: uno de ellos es elegido para servir como su Vicario, Sucesor del apóstol Pedro; pero Cristo es el centro, no el Sucesor de Pedro: Cristo. Cristo es el centro. Cristo es la referencia fundamental, el corazón de la Iglesia. Sin él, ni Pedro ni la Iglesia existirían ni tendrían razón de ser. Como ha repetido tantas veces Benedicto XVI, Cristo está presente y guía a su Iglesia. En todo lo acaecido, el protagonista, en última instancia, es el Espíritu Santo. Él ha inspirado la decisión de Benedicto XVI por el bien de la Iglesia. Él ha orientado en la oración y la elección a los cardenales.
Es importante, queridos amigos, tener debidamente en cuenta este horizonte interpretativo, esta hermenéutica, para enfocar el corazón de los acontecimientos de estos días.
De aquí nace ante todo un renovado y sincero agradecimiento por los esfuerzos de estos días especialmente fatigosos, pero también una invitación a tratar de conocer cada vez mejor la verdadera naturaleza de la Iglesia, y también su caminar por el mundo, con sus virtudes y sus pecados, y conocer las motivaciones espirituales  que la guían, y que son las más auténticas para comprenderla. Tened la seguridad de que la Iglesia, por su parte, dedica una gran atención a vuestro precioso cometido; tenéis la capacidad de recoger y expresar las expectativas y exigencias de nuestro tiempo, de ofrecer los elementos para una lectura de la realidad. Vuestro trabajo requiere estudio, sensibilidad y experiencia, como en tantas otras profesiones, pero implica una atención especial respecto a la verdad, la bondad y la belleza; y esto nos hace particularmente cercanos, porque la Iglesia existe precisamente para comunicar esto: la Verdad, la Bondad y la Belleza «en persona». Debería quedar muy claro que todos estamos llamados, no a mostrarnos a nosotros mismos, sino a comunicar esta tríada existencial que conforman la verdad, la bondad y la belleza.
Algunos no sabían por qué el Obispo de Roma ha querido llamarse Francisco. Algunos pensaban en Francisco Javier, en Francisco de Sales, también en Francisco de Asís. Les contaré la historia. Durante las elecciones, tenía al lado al arzobispo emérito de San Pablo, y también prefecto emérito de la Congregación para el clero, el cardenal Claudio Hummes: un gran amigo, un gran amigo. Cuando la cosa se ponía un poco peligrosa, él me confortaba. Y cuando los votos subieron a los dos tercios, hubo el acostumbrado aplauso, porque había sido elegido. Y él me abrazó, me besó, y me dijo: «No te olvides de los pobres». Y esta palabra ha entrado aquí: los pobres, los pobres. De inmediato, en relación con los pobres, he pensado en Francisco de Asís. Después he pensado en las guerras, mientras proseguía el escrutinio hasta terminar todos los votos. Y Francisco es el hombre de la paz. Y así, el nombre ha entrado en mi corazón: Francisco de Asís. Para mí es el hombre de la pobreza, el hombre de la paz, el hombre que ama y custodia la creación; en este momento, también nosotros mantenemos con la creación una relación no tan buena, ¿no? Es el hombre que nos da este espíritu de paz, el hombre pobre... ¡Ah, cómo quisiera una Iglesia pobre y para los pobres! Después, algunos hicieron diversos chistes: «Pero tú deberías llamarte Adriano, porque Adriano VI fue el reformador, y hace falta reformar...». Y otro me decía: «No, no, tu nombre debería ser Clemente». «Y ¿por qué?». «Clemente XV: así te vengas de Clemente XIV, que suprimió la Compañía de Jesús». Son bromas... Os quiero mucho. Os doy las gracias por todo lo que habéis hecho. Y pienso en vuestro trabajo: os deseo que trabajéis con serenidad y con fruto, y que conozcáis cada vez mejor el Evangelio de Jesucristo y la realidad de la Iglesia. Os encomiendo a la intercesión de la Santísima Virgen María, Estrella de la Evangelización, a la vez que os expreso los mejores deseos para vosotros y vuestras familias, a cada una de vuestras familias, e imparto de corazón a todos mi Bendición.
(Palabras en español)
Les dije que les daba de corazón la bendición. Como muchos de ustedes no pertenecen a la Iglesia católica, otros no son creyentes, de corazón doy esta bendición en silencio a cada uno de ustedes, respetando la conciencia de cada uno, pero sabiendo que cada uno de ustedes es hijo de Dios. Que Dios los bendiga.


AUDIENCIA A TODOS LOS CARDENALES DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO

(Sacado de la Página oficial del Vaticano. www.Vatican.va )

DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Sala Clementina
Viernes 15 de marzo de 2013

Hermanos Cardenales,
Este periodo dedicado al Cónclave ha estado cargado de significado, no sólo para el Colegio Cardenalicio, sino también para todos los fieles. 
En estos días hemos sentido casi de manera tangible el afecto y la solidaridad de la Iglesia universal, así como la atención de tantas personas que, aun sin compartir nuestra fe, miran con respeto y admiración a la Iglesia y a la Santa Sede. 
Desde todos los rincones de la tierra se ha elevado la oración ferviente y unísona del pueblo cristiano por el nuevo Papa; y también ha sido muy emotivo mi primer encuentro con la multitud apiñada en la Plaza de San Pedro. 
Con la sugestiva imagen del pueblo alegre y en oración todavía grabada en mi mente, quiero expresar mi más sincero agradecimiento a los obispos, sacerdotes y personas consagradas, a los jóvenes, las familias y los ancianos por su cercanía espiritual, tan efusiva y conmovedora.
Siento la necesidad de expresaros a todos mi más viva y profunda gratitud, venerados y queridos hermanos Cardenales, por la solícita colaboración en la guía de la Iglesia durante la Sede Vacante. Dirijo un cordial saludo a cada uno, empezando por el Decano del Colegio Cardenalicio, el Señor Cardenal Angelo Sodano, a quien agradezco las expresiones de devoción y felicitación que me ha dirigido en nombre de todos. 
Y, junto a él, agradezco al Señor Cardenal Tarcisio Bertone, Camarlengo de la Santa Iglesia Romana, su trabajo diligente en esta delicada fase de transición; y también al querido Cardenal Giovanni Battista Re, que nos ha hecho de jefe en el Cónclave. 
Y pienso con particular afecto en los venerados Cardenales que, por razones de edad o enfermedad, han asegurado su participación y su amor a la Iglesia a través del ofrecimiento de las dolencias y la oración. Y quisiera deciros que el Cardenal Mejía ha sufrido anteayer un infarto cardiaco: está hospitalizado en la clínica Pío XI. Pero se cree que su salud es estable, y nos ha enviado sus saludos.
No puede faltar mi agradecimiento a quienes, en sus respectivos cometidos, han trabajado activamente en la preparación y desarrollo del Cónclave, favoreciendo la seguridad y tranquilidad de los Cardenales en estos momentos tan importantes de la vida de la Iglesia.
Y pienso con gran afecto y profunda gratitud en mi venerado Predecesor, el Papa Benedicto XVI, que durante estos años de pontificado ha enriquecido y fortalecido a la Iglesia con su magisterio, su bondad, su dirección, su fe, su humildad y su mansedumbre. Seguirán siendo un patrimonio espiritual para todos. 
El ministerio petrino, vivido con total dedicación, ha tenido en él un intérprete sabio y humilde, con los ojos siempre fijos en Cristo, Cristo resucitado, presente y vivo en la Eucaristía. Le acompañarán siempre nuestras fervientes plegarias, nuestro recuerdo incesante, nuestro imperecedero y afectuoso reconocimiento. Sentimos que Benedicto XVI ha encendido una llama en el fondo de nuestros corazones: ella continuará ardiendo, porque estará alimentada por su oración, que sustentará todavía a la Iglesia en su camino espiritual y misionero.
Queridos hermanos Cardenales, este encuentro nuestro quiere ser casi una prolongación de la intensa comunión eclesial experimentada en estos días. Animados por un profundo sentido de responsabilidad, y apoyados por un gran amor por Cristo y por la Iglesia, hemos rezado juntos, compartiendo fraternalmente nuestros sentimientos, nuestras experiencias y reflexiones. Así, en este clima de gran cordialidad, ha crecido el conocimiento recíproco y la mutua apertura; y esto es bueno, porque somos hermanos. Alguno me decía: los Cardenales son los presbíteros del Santo Padre. Esta comunidad, esta amistad y esta cercanía nos harán bien a todos. 
Y este conocimiento y esta apertura nos han facilitado la docilidad a la acción del Espíritu Santo. Él, el Paráclito, es el protagonista supremo de toda iniciativa y manifestación de fe. Es curioso. A mí me hace pensar esto: el Paráclito crea todas las diferencias en la Iglesia, y parece que fuera un apóstol de Babel. Pero, por otro lado, es quien mantiene la unidad de estas diferencias, no en la «igualdad», sino en la armonía. Recuerdo aquel Padre de la Iglesia que lo definía así: «Ipse harmonia est». El Paráclito, que da a cada uno carismas diferentes, nos une en esta comunidad de Iglesia, que adora al Padre, al Hijo y a él, el Espíritu Santo.
A partir precisamente del auténtico afecto colegial que une el Colegio Cardenalicio, expreso mi voluntad de servir al Evangelio con renovado amor, ayudando a la Iglesia a ser cada vez más, en Cristo y con Cristo, la vid fecunda del Señor. Impulsados también por la celebración del Año de la fe, todos juntos, pastores y fieles, nos esforzaremos por responder fielmente a la misión de siempre: llevar a Jesucristo al hombre, y conducir al hombre al encuentro con Jesucristo, Camino, Verdad y Vida, realmente presente en la Iglesia y contemporáneo en cada hombre. Este encuentro lleva a convertirse en hombres nuevos en el misterio de la gracia, suscitando en el alma esa alegría cristiana que es aquel céntuplo que Cristo da a quienes le acogen en su vida.
Como nos ha recordado tantas veces el Papa Benedicto XVI en sus enseñanzas, y al final con ese gesto valeroso y humilde, es Cristo quien guía a la Iglesia por medio de su Espíritu. 
El Espíritu Santo es el alma de la Iglesia, con su fuerza vivificadora y unificadora: de muchos, hace un solo cuerpo, el Cuerpo místico de Cristo. Nunca nos dejemos vencer por el pesimismo, por esa amargura que el diablo nos ofrece cada día; no caigamos en el pesimismo y el desánimo: tengamos la firme convicción de que, con su aliento poderoso, el Espíritu Santo da a la Iglesia el valor de perseverar y también de buscar nuevos métodos de evangelización, para llevar el Evangelio hasta los extremos confines de la tierra (cf. Hch 1,8). La verdad cristiana es atrayente y persuasiva porque responde a la necesidad profunda de la existencia humana, al anunciar de manera convincente que Cristo es el único Salvador de todo el hombre y de todos los hombres. Este anuncio sigue siendo válido hoy, como lo fue en los comienzos del cristianismo, cuando se produjo la primera gran expansión misionera del Evangelio.
Queridos Hermanos: ¡Ánimo! La mitad de nosotros tenemos una edad avanzada: la vejez es – me gusta decirlo así – la sede de la sabiduría de la vida. Los viejos tienen la sabiduría de haber caminado en la vida, como el anciano Simeón, la anciana Ana en el Templo. Y justamente esta sabiduría les ha hecho reconocer a Jesús. Ofrezcamos esta sabiduría a los jóvenes: como el vino bueno, que mejora con los años, ofrezcamos esta sabiduría de la vida. Me viene a la mente aquello que decía un poeta alemán sobre la vejez: «Es ist ruhig, das Alter, und fromm»; es el tiempo de la tranquilidad y de la plegaria. Y también de brindar esta sabiduría a los jóvenes. Ahora volveréis a las respectivas sedes para continuar vuestro ministerio, enriquecidos por la experiencia de estos días, tan llenos de fe y de comunión eclesial. Esta experiencia única e incomparable nos ha permitido comprender en profundidad la belleza de la realidad eclesial, que es un reflejo del fulgor de Cristo resucitado. Un día contemplaremos ese rostro bellísimo de Cristo resucitado.
A la poderosa intercesión de María, nuestra Madre, Madre de la Iglesia, encomiendo mi ministerio y el vuestro. Que cada uno de vosotros, bajo su amparo maternal, camine alegre y con docilidad a la voz de su divino Hijo, fortaleciendo la unidad, perseverando concordemente en la oración y dando testimonio de la fe genuina en la continua presencia del Señor. Con estos sentimientos –que son auténticos–, con estos sentimientos, os imparto de corazón la Bendición Apostólica, que hago extensiva a vuestros colaboradores y cuantos están confiados a vuestro cuidado pastoral.

PRIMER SALUDO
DEL SANTO PADRE FRANCISCO

(Sacado de la Página oficial del Vaticano. Vatican.va )


Balcón central de la Basílica Vaticana 

 Miércoles 13 de marzo de 2013 


Hermanos y hermanas, buenas tardes. 


Sabéis que el deber del cónclave era dar un Obispo a Roma. 


Parece que mis hermanos Cardenales han ido a buscarlo casi al fin del mundo..., pero aquí estamos. 


Os agradezco la acogida. La comunidad diocesana de Roma tiene a su Obispo. 


Gracias. Y ante todo, quisiera rezar por nuestro Obispo emérito, Benedicto XVI. 


Oremos todos juntos por él, para que el Señor lo bendiga y la Virgen lo proteja. 


(Padre nuestro. Ave María. Gloria al Padre). 

Y ahora, comenzamos este camino: Obispo y pueblo. 
Este camino de la Iglesia de Roma, que es la que preside en la caridad a todas las Iglesias. 

Un camino de fraternidad, de amor, de confianza entre nosotros. 

Recemos siempre por nosotros: el uno por el otro. 

Recemos por todo el mundo, para que haya una gran fraternidad. 

Deseo que este camino de Iglesia, que hoy comenzamos y en el cual me ayudará mi Cardenal Vicario, aquí presente, sea fructífero para la evangelización de esta ciudad tan hermosa. 

Y ahora quisiera dar la Bendición, pero antes, antes, os pido un favor: antes que el Obispo bendiga al pueblo, os pido que vosotros recéis para el que Señor me bendiga: la oración del pueblo, pidiendo la Bendición para su Obispo. 

Hagamos en silencio esta oración de vosotros por mí....

Ahora daré la Bendición a vosotros y a todo el mundo, a todos los hombres y mujeres de buena voluntad.
(Bendición). 


Hermanos y hermanas, os dejo. Muchas gracias por vuestra acogida. 


Rezad por mí y hasta pronto. Nos veremos pronto. Mañana quisiera ir a rezar a la Virgen, para que proteja a toda Roma. 


Buenas noches y que descanséis.

viernes, 15 de marzo de 2013

PAPA FRANCISCO I, FIN Y PRINCIPIO



Columna Marzo 17, 2013
            Cuando se echa una mirada a los últimos dos mil años de cristianismo, se observa que, cada 500 años aproximadamente, se han dado una serie de fenómenos que la han sacudido en sus cimientos.
            El primer momento se da entre el siglo IV y V El año 313 el Edicto de Milán legaliza  el cristianismo. Se pasa de las persecuciones, de la inseguridad, de la provisionalidad a la paz. 
Esa paz tuvo un precio muy caro. Se dio el maridaje entre el Emperador y la Iglesia. Esta última quedó unida y sometida al poder político hasta el siglo XIX en que desaparecen los Estados Pontificios.
            El segundo momento tiene dos fechas y personas. El año 1054 el Patriarca Miguel Cerulario rompe la unidad de la Iglesia y se da el Cisma entre Oriente y Occidente, ruptura que aún perdura. Entre 1073 a 1085,  el Papa Gregorio VII impone su Reforma. Con ella viene la imposición del celibato de los sacerdotes y del rito latino, sobrio y pobre a la vez, que lucha contra la injerencia de los poderes políticos  en la Iglesia.
            El tercer momento explosiona  en el siglo XVI, era de grandes descubrimientos, grandes pensadores,  grandes reformadores. Es el siglo de Lutero,  Calvino, Enrique VIII y del Concilio de Trento. Reforma y Contrarreforma. Se echarán las primeras semillas que generarán la revolución francesa, el declive de la Iglesia como poder político con la pérdida de los Estados Pontificios, la hegemonía de la Razón.
            El cuarto momento lo es la convocatoria del Concilio Ecuménico Vaticano II. Es la Iglesia que, mirando a su fundador, trata de romper con el pasado de poder político, de riquezas, de divisiones y abrirse al tercer milenio. Se va a definir  como Pueblo de Dios, que es Luz de las Gentes, que escucha a Dios a través de su Palabra, celebra como Comunidad su fe y se abre al mundo. Eso fue hace ahora cincuenta años.
            El Papa Pablo VI intentó poner en práctica las conclusiones a que se llegaron. La poderosa maquinaria del gobierno central se lo impidió. Sus sucesores lo intentaron a su manera.
            Acaba de ser elegido como Obispo de Roma un nuevo líder. ¨Lo fueron a buscar al fin del mundo¨ hijo de emigrantes, formado primero en las aulas de una escuela pública, vivía en un oscuro apartamento en una de las mayores ciudades del continente americano. Su pensamiento teológico, aun siendo conservador, está todo él empapado por el Vaticano II.
Su primer gesto nos recuerda que acaba y empieza una nueva era. Se arrodilló ante el pueblo de Roma, su feligresía, recordando con ello que la Iglesia no es el Papa, los Obispos, los Cardenales, los sacerdotes.

La Iglesia es el Pueblo de Dios, presente  en el mundo compartiendo alegrías y esperanzas, penas y tristezas. Pidiendo a su comunidad que recen por él, comenzó su misión de ser líder, pastor, compañero amigo y hermano. Con ese gesto y esa elección se acaba la Iglesia Todopoderosa de Constantino, perseguidora, podrida y corrupta. Sabe Francisco que debe limpiar la Iglesia, debe dar motivos para creer, para esperar, para amar, para construir un mundo mejor del recibido de los mayores.

No sabemos cómo será el pontificado de Francisco. Lo que sí sabemos  es que, va a intentar que la Iglesia sea distinta: libre, acogedora, sencilla, alegre, pobre. Duro reto para ¨Pancho¨