
Todo acabará cuando lleguemos a nuestro destino, abonaremos el importe del transporte y no volveremos a vernos.

El miércoles tuve que tomar un taxi en La Habana. Debía llegar desde Miramar hasta La Habana Vieja y allí buscar la residencia del Cardenal Ortega. Tenía un encargo que entregarle y ya el jueves temprano salía del país. Una vez llegados frente al terminal de los barcos, al otro lado de la antigua iglesia de San Francisco, le dije al taxista que me llevara a mi destino final. Después de varios titubeos y preguntas me confesó que no sabía dónde quedaba ese sitio ni qué significaba el ser Cardenal, ni siquiera Arzobispo.
Era un tanto extraño el escuchar esas palabras cuando durante los últimos días no se había hablado de otra cosa en todo el país, y nadie explicaba nada de los visitantes importantes que llegarian a su isla.

Al final Manuel me explicó la razón de ser de su ignorancia.
“Mi madre y mi padre eran unos profundos creyentes. Yo tuve que dejar de creer para poder asistir a la escuela a la cual quería ir. Cuando era adolescente, en el centro docente nos preguntaban con cierta frecuencia si creíamos en Dios o si teníamos algún familiar fuera de la Isla.. En caso afirmativo sabíamos que no tendríamos acceso a la Escuela que quisiéramos ni tendríamos oportunidad de progresar. Preferíamos entonces marcar la casilla del NO. Ahora de adulto, lamento el no haber creido, el no haber tenido la oportunidad de recibir una educación religiosa, de la clase que fuera. El ser revolucionario y ser creyente no mezclaban. Lo uno negaba lo otro. Y la verdad que añoro creer.” Manuel es el segundo caso de taxistas en mi deambular por La Habana. El otro fue Miguel Angel, quien me dijo que en la vida lo más importante no era el dinero, sino el compartir el respetar y dar la mano. Y además sin perder la sonrisa.
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